Cuando parecía que nada podía empeorar en la situación de la familia Robledo, ahí mismo, cuando los siete hijos ya no tenían oportunidad de heredar zapatillas viejas de ninguno, es entonces cuando nace Maria Marta Marcela Cecilia. Cuatro nombres le pusieron, el de cada una de las madrinas del alma que le fueron consiguiendo a la beba, a fin de que al menos tuviera cuatro posibilidades de ayuda en la manutención. Así de fea estaba la cosa.
Cuando a Ignacio y a Juana les decían que tenían que dejar el fumo y la guitarra y ponerse a trabajar después del nacimiento de Arco Iris, su cuarta hija, ellos decidieron que se trataba de otra mentira burguesa sumida en la ignorancia del ser espiritual. Y siguieron, dale que va a las baladas, a la pasada de gorra en Plaza Francia, a las artesanías mal vendidas, a las noches extásicas entre volutas de marihuana. Eran los años sesenta, y como muchos otros jóvenes creían en el poder de la flor. Hubieran amado estar en el festival de Woodstock en el sesenta y nueve, pero no les dio el cuero para conseguir los pasajes al norte. Así que aquí quedaron en Buenos Aires, cantándose en la plaza todas las canciones de Dylan, entrecerrando los ojos, acompasando sus cuerpos al vaivén del ritmo.
A los diecinueve años, ambos compartían edades, tuvieron el primer hijo, Ganímedes, al cual lo tuvieron que anotar como Roberto, por Bob Dylan claro, porque por alguna de esas viles razones de la burocracia infame, no les permitieron el celestial nombre en los papeles. Luego, a los dos años llegaron Alma y Vida… si, las gemelas. Es que el universo comprendía que se habían pasado un año sin procrear, y les mandó a dos nenas juntas. Buscaron nombres “elevados” y que pudieran ser aceptados por la sociedad burocratizada. Pasó otro año, y llegó Iris, asi anotada pero nombrada “Arco Iris”, como no podía ser de otra manera; luego al otro año vino Josías, y luego Abel, ambos coincidiendo con su nuevo interés en los estudios bíblicos, y un año y medio después, llegó Rita, por el simple hecho de que a Juana le había gustado un afiche de la Hayworth que vio en un cine abandonado de La Matanza. De a poco iban envejeciendo sin darse cuenta, los ideales ya no eran los mismos, Vietnam había terminado, no tenían más poder que las flores del pequeño jazmín, los chicos crecían, tenían que ir al colegio, y por suerte, parecía que habían parado con la producción infantil… es que ya la gorra no alcanzaba para dar de comer a tantos. La gente que los conocía los ayudaba, porque eran pintorescos y buenas personas. Todos hablaban de sus amigos hippies que vivían como los amish, sin electricidad , cultivando papas y tomates en el jardín, confeccionándose sus propias ropas, y con siete hijos a cuestas.
Cuando Rita cumplió seis años y estaba por entrar a la escuela primaria, Juana se desmayó en la Plaza Francia a mitad de su interpretación de la guajira del Che Comandante. Terminó en la sala de guardia del hospital. Su madre, que sufría horrores de sangre por la conducta “infrasocial” de su hija como le gustaba decir, se llevó a Rita con ella, porque consideraba que de todos sus nietos era la menos “contaminada” por esa basura marxista de sus padres. A Juana le dan el alta a los dos días con un diagnóstico preocupante: estaba otra vez embarazada.
Y así es como llega al mundo esta nueva niña, con unos padres que no estaban en la bancarrota porque en realidad nunca tuvieron banca, y lo que no se tiene no se rompe. Muchas de las personas que iban asiduamente a escuchar cantar a la pareja y sus hijos a la Plaza Francia y les compraban algunas de las chucherías de alambre que fabricaban, se apiadaron de ellos, les llevaban ropitas, comestibles, y todas las mujeres querían ser la madrina del nuevo retoño, que aun no se sabía si era nene o nena. Por este motivo, y privando un sentido común muy particular, fue que decidieron olvidar los nombres elevados, elegir unas cuantas madrinas, y retribuirles el madrinazgo poniendo sus nombres al nuevo ser que habitaría este corrompido mundo. Por suerte nació nena, sino lo de los nombres podría haberse complicado. Asi, Maria Marta Marcela Cecilia, vino a este planeta con muchos más pivilegios burgueses que sus antecesores. Ignacio, con treinta y un años de edad, se muere atragantado por una espina de merluza en la casa de unos monjes tibetanos en el mismo día del nacimiento de su nueva hija. Ganímedes que ya renegaba de su sobrenombre y decía a viva vos que mataría a los que lo llamaran de esa manera, que su nombre era Roberto, a la edad de dieciocho años, cinco después de la muerte de su padre, se va a viajar a dedo por el mundo, y se le pierde el rastro dos años después cuando estaba en El Amazonas. Alma y Vida para la misma época, tenían entonces dieciéis años, decidieron ser actrices, y se fueron a la vida, escapándose por la ventana del baño, y nunca más se supo de ellas, aunque algunas malas lenguas dicen haberlas visto en alguna que otra película porno.
Quedaron con Juana a los cinco años de la muerte de su esposo, Iris, con quince años, Josías, catorce; Abel de trece y Maria Marta Marcela Cecilia de cinco añitos nada más.
Una mañana Juana no se pudo levantar. Iris la encontró con la mirada perdida en el vacío y ya no regresó. Algo le estalló en el cerebro, por ahí alguna casi sobredosis de algo combinado con otra cosa más. No se murió, pero quedó internada en un siquiátrico, y allí murió sin haber vuelto nunca más a articular palabra ni a reconocer a sus propios hijos. Los chicos quedaron en manos de su abuela que los fue “colocando” en casas de conocidos, y Maria Marta Marcela Cecilia se quedó a vivir con una de sus madrinas, Cecilia precisamente, que a partir de entonces la llamó “Checha”.
Checha no volvió a ver a sus hermanos. A veces la visitaba esporádicamente su abuela con su hermana Rita, que ya era adolescente y hubiera sido una vergüenza para sus padres con sus ropitas de modelo y su gusto por las cosas caras. Con el tiempo dejaron de ir a verla, y Checha se convenció de que la única familia que tenía era la de “Madrina Cecilia”, que no le hacía pasar necesidades y la tenía limpia y amada y feliz.
Así, la Checha, hija de hippies, se crió como una niña común de clase media, se casó a los diez y siete años, el marido la engañó, se divorció a los cuatro meses de casada, y se dedicó a buscar su identidad entre fragmentos perdidos de su memoria, historias contadas por Cecilia y sus amigas, y alguna que otra fotografía amarillenta y ajada que atesoraba dentro de una lata de galletitas canale. Intentó localizar a sus hermanos Ganímedes, Alma, Vida, Iris, Josías y Abel, pero nunca pudo dar con ellos.
Hoy la Checha mira las novelas por TV, se viste como una burguesa común, trabaja en empresas multinacionales, no escucha rock ni folk, y si le hablás de guerras, vaya a saberse por qué conexión irrompible con sus padres, sólo piensa en Vietnam.
Cuando a Ignacio y a Juana les decían que tenían que dejar el fumo y la guitarra y ponerse a trabajar después del nacimiento de Arco Iris, su cuarta hija, ellos decidieron que se trataba de otra mentira burguesa sumida en la ignorancia del ser espiritual. Y siguieron, dale que va a las baladas, a la pasada de gorra en Plaza Francia, a las artesanías mal vendidas, a las noches extásicas entre volutas de marihuana. Eran los años sesenta, y como muchos otros jóvenes creían en el poder de la flor. Hubieran amado estar en el festival de Woodstock en el sesenta y nueve, pero no les dio el cuero para conseguir los pasajes al norte. Así que aquí quedaron en Buenos Aires, cantándose en la plaza todas las canciones de Dylan, entrecerrando los ojos, acompasando sus cuerpos al vaivén del ritmo.
A los diecinueve años, ambos compartían edades, tuvieron el primer hijo, Ganímedes, al cual lo tuvieron que anotar como Roberto, por Bob Dylan claro, porque por alguna de esas viles razones de la burocracia infame, no les permitieron el celestial nombre en los papeles. Luego, a los dos años llegaron Alma y Vida… si, las gemelas. Es que el universo comprendía que se habían pasado un año sin procrear, y les mandó a dos nenas juntas. Buscaron nombres “elevados” y que pudieran ser aceptados por la sociedad burocratizada. Pasó otro año, y llegó Iris, asi anotada pero nombrada “Arco Iris”, como no podía ser de otra manera; luego al otro año vino Josías, y luego Abel, ambos coincidiendo con su nuevo interés en los estudios bíblicos, y un año y medio después, llegó Rita, por el simple hecho de que a Juana le había gustado un afiche de la Hayworth que vio en un cine abandonado de La Matanza. De a poco iban envejeciendo sin darse cuenta, los ideales ya no eran los mismos, Vietnam había terminado, no tenían más poder que las flores del pequeño jazmín, los chicos crecían, tenían que ir al colegio, y por suerte, parecía que habían parado con la producción infantil… es que ya la gorra no alcanzaba para dar de comer a tantos. La gente que los conocía los ayudaba, porque eran pintorescos y buenas personas. Todos hablaban de sus amigos hippies que vivían como los amish, sin electricidad , cultivando papas y tomates en el jardín, confeccionándose sus propias ropas, y con siete hijos a cuestas.
Cuando Rita cumplió seis años y estaba por entrar a la escuela primaria, Juana se desmayó en la Plaza Francia a mitad de su interpretación de la guajira del Che Comandante. Terminó en la sala de guardia del hospital. Su madre, que sufría horrores de sangre por la conducta “infrasocial” de su hija como le gustaba decir, se llevó a Rita con ella, porque consideraba que de todos sus nietos era la menos “contaminada” por esa basura marxista de sus padres. A Juana le dan el alta a los dos días con un diagnóstico preocupante: estaba otra vez embarazada.
Y así es como llega al mundo esta nueva niña, con unos padres que no estaban en la bancarrota porque en realidad nunca tuvieron banca, y lo que no se tiene no se rompe. Muchas de las personas que iban asiduamente a escuchar cantar a la pareja y sus hijos a la Plaza Francia y les compraban algunas de las chucherías de alambre que fabricaban, se apiadaron de ellos, les llevaban ropitas, comestibles, y todas las mujeres querían ser la madrina del nuevo retoño, que aun no se sabía si era nene o nena. Por este motivo, y privando un sentido común muy particular, fue que decidieron olvidar los nombres elevados, elegir unas cuantas madrinas, y retribuirles el madrinazgo poniendo sus nombres al nuevo ser que habitaría este corrompido mundo. Por suerte nació nena, sino lo de los nombres podría haberse complicado. Asi, Maria Marta Marcela Cecilia, vino a este planeta con muchos más pivilegios burgueses que sus antecesores. Ignacio, con treinta y un años de edad, se muere atragantado por una espina de merluza en la casa de unos monjes tibetanos en el mismo día del nacimiento de su nueva hija. Ganímedes que ya renegaba de su sobrenombre y decía a viva vos que mataría a los que lo llamaran de esa manera, que su nombre era Roberto, a la edad de dieciocho años, cinco después de la muerte de su padre, se va a viajar a dedo por el mundo, y se le pierde el rastro dos años después cuando estaba en El Amazonas. Alma y Vida para la misma época, tenían entonces dieciéis años, decidieron ser actrices, y se fueron a la vida, escapándose por la ventana del baño, y nunca más se supo de ellas, aunque algunas malas lenguas dicen haberlas visto en alguna que otra película porno.
Quedaron con Juana a los cinco años de la muerte de su esposo, Iris, con quince años, Josías, catorce; Abel de trece y Maria Marta Marcela Cecilia de cinco añitos nada más.
Una mañana Juana no se pudo levantar. Iris la encontró con la mirada perdida en el vacío y ya no regresó. Algo le estalló en el cerebro, por ahí alguna casi sobredosis de algo combinado con otra cosa más. No se murió, pero quedó internada en un siquiátrico, y allí murió sin haber vuelto nunca más a articular palabra ni a reconocer a sus propios hijos. Los chicos quedaron en manos de su abuela que los fue “colocando” en casas de conocidos, y Maria Marta Marcela Cecilia se quedó a vivir con una de sus madrinas, Cecilia precisamente, que a partir de entonces la llamó “Checha”.
Checha no volvió a ver a sus hermanos. A veces la visitaba esporádicamente su abuela con su hermana Rita, que ya era adolescente y hubiera sido una vergüenza para sus padres con sus ropitas de modelo y su gusto por las cosas caras. Con el tiempo dejaron de ir a verla, y Checha se convenció de que la única familia que tenía era la de “Madrina Cecilia”, que no le hacía pasar necesidades y la tenía limpia y amada y feliz.
Así, la Checha, hija de hippies, se crió como una niña común de clase media, se casó a los diez y siete años, el marido la engañó, se divorció a los cuatro meses de casada, y se dedicó a buscar su identidad entre fragmentos perdidos de su memoria, historias contadas por Cecilia y sus amigas, y alguna que otra fotografía amarillenta y ajada que atesoraba dentro de una lata de galletitas canale. Intentó localizar a sus hermanos Ganímedes, Alma, Vida, Iris, Josías y Abel, pero nunca pudo dar con ellos.
Hoy la Checha mira las novelas por TV, se viste como una burguesa común, trabaja en empresas multinacionales, no escucha rock ni folk, y si le hablás de guerras, vaya a saberse por qué conexión irrompible con sus padres, sólo piensa en Vietnam.
Yayi Brenlle
año 2005